Hace una semana que tuve una cita con la médico del ambulatorio. Fue para una consulta acerca de un concurso para dejar de fumar. Cuando le comenté a la doctora al respecto, arqueó las cejas hasta elevarlas por encima de su estudiado peinado y me soltó que no sabía nada de ese concurso. Como ya iba yo encarrilado, le pedí cita en el C.A.D. , porque unos años atrás había acudido allí y casi conseguí dejar el hábito/vicio. Ni corta ni perezosa ni nada, la doctora me escribió un volante y me dió el teléfono de dicho centro. Así que yo, a mi vez, también ni corta ni etc. les llamé para pedir cita. A las 12h45 de ayer miércoles tenía que estar allí para empezar con la terapia.
Llegué a las 13h00 porque cuando me apunté la fecha y hora en la agenda, malinterpreté mi propia anotación y creía que llegaba a tiempo. Aun así, me atendieron. El C.A.D. estaba lleno de yonquis y de familiares de yonquis: algunos esperando a hablar con algún doctor, otros, esperando su ración de metadona. Lo cierto es que era una situación irreal -por más cierta que sea- porque algunas de las conversaciones que podía oír sobrepasaban mi mundo. Había una mujer de mil años, toda peinadita y arreglada y oliendo a colonia a granel -como lo hacen las madres cuando van al médico- intentando conversar con otra de unos cuarenta, más pasada de vueltas que Ricardo Bofill. Ésta última hablaba, o más bien pensaba en voz alta, acerca del mundo, de lo divino y lo humano, dando bandazos en su discurso, con la voz gangosa; mientras la señora mayor se esforzaba en mantener una conversación sobre lo cotidiano, toda educada y correcta. Pero tuvo que desistir porque la mente de su interlocutora no estaba para coherencias.
Cuando hablé con la médico, Rosa, que debía atenderme, me avasalló a preguntas acerca de mis hábitos y comportamientos. Que si con quién vivía; que si mis padres bebían o fumaban; que si sufría alucinaciones o tenía problemas al comprender; que cuáles drogas tomaba... Me sentí intimidado, porque la mujer hablaba con una profesionalidad rayana en la indiferencia, y a mí me parecía que me estuviera pidiendo que mostrara mis entrañas. Ése será el procedimiento, pero hay que ver lo brusco que me pareció.
Después me mandaron con otra doctora para empezar con el tratamiento, que ya conocía por la otra vez que acudí a ese centro. Básicamente consiste en desautomatizar el hecho de fumar. Me han mandado deberes: Primero, tengo que hacer una lista con los pros y contras de dejar de fumar. Y mientras la preparo, mi segunda tarea es anotar todos los cigarrillos que me fumo, a qué hora, en qué situación, cuánto del cigarrillo fumo y qué sensación de placer me causa.
Con la lista, aún no me he puesto, pero entre los pros tengo pensado anotar uno que es el que más me gusta: recuperar el olfato. En las ocasiones que lo he dejado por una temporada, me sorprende y me agrada mucho notar que las cosas huelen. Pasear por el mercadillo y darme cuenta de que hasta las lechugas tienen olor, es algo que estoy deseando conseguir.
Mientras, sigo anotando cigarrillos.